MAR DEL PLATA

150 AÑOS

Mi abuelo alemán

Por Jorge Horacio Nieva (*)

Aunque mis ojos digan lo contrario, no soy polaco. Mi apellido tampoco es polaco; es alemán, y proviene de mi abuelo paterno.

A comienzos de la guerra mi abuelo fue a trabajar para un contratista del gobierno alemán, cerca de Lublin, en la Polonia ocupada. Vivía en una confortable casa próxima a la plaza principal, y en ese escenario se cruzaba a menudo con una linda vecina. Hubo flechazo. Se casaron sin pérdida de tiempo y del mismo modo mi abuela quedó embarazada.

Al ponerse en funcionamiento la fábrica de municiones que había ayudado a construir, Bruno Seltzer, mi abuelo alemán, tomó conciencia de que era un enemigo en territorio ocupado y que esa situación afectaría irremediablemente la vida de la familia. No tardó en decidirse: regresó a Alemania con su mujer y mi padre de un año y unos meses, liquidó todas sus pertenencias y viajaron a Italia en tren. Con el pasaporte alemán y el que le tramitó a mi abuela se embarcaron rumbo al Rio de la Plata. En Buenos Aires alguien le habló de Mar del Plata y de su futuro promisorio. Vino con lo que cabía en tres valijas y una muy chica que llevaba colgada en bandolera. Compró un terreno en una zona cercana al puerto y edificó su casa. Debía empezar de cero, pero no quería ganarse la vida haciendo lo mismo que en tierra polaca. No fue fácil: el lugar se pobló de inmigrantes, lo que significaba una formidable oferta de los más variados oficios. No sin conflicto interior, a mi abuelo no le quedó más remedio que dedicarse a su especialidad. Los barrios se extendieron como musgo en la piedra, y el establecimiento de casas de comida,  panaderías y pizzerías, lo favoreció. Con mi padre de ayudante y discípulo, y gracias a la calidad de los trabajos, ganaron prestigio en el rubro y un apodo que los identificó.

Mi abuelo Bruno, muy enfermo, enfrentaba el último tramo de vida con entereza. Mi padre, mientras tanto, había ido adoptando las nuevas tecnologías que surgían y logró montar una empresa, pequeña pero eficiente, y satisfizo a los clientes que buscaban renovarse.

Un día el abuelo llamó a mi padre.

―Jan, buscá en el estante más alto del desván la valijita de la correa larga. Traela, por favor.

Guardaba una vieja cámara fotográfica Leika. El abuelo la sacó.

―Hijo, nunca quise volver a dedicarme a este trabajo, y menos en esta tierra de paz.  El motivo lo sabrás cuando saques a la luz lo que tiene la Leika. En Polonia trabajé sin tener conciencia de lo que hacía, y cuando me di cuenta puse de cabeza nuestras vidas. No me arrepiento, y ahora te toca a vos decidir si seguís con lo mismo o pegás un golpe de timón.

Temeroso tal vez de menoscabar el bienestar de la familia, mi padre siguió dedicándose a lo mismo. Fueron años prósperos; yo trabajé a su lado mientras estudiaba Diseño Industrial. Pero mamá nos dejó demasiado temprano y mi viejo se hizo pedazos.

La historia familiar se repite: soy yo quien va al último estante del desván. Bajo con una lata de té. Respirando con dificultad, papá la destapa:

―Son las fotos que guardaba la Leika; después de que las veas y pienses en la historia de tu abuelo decidirás qué hacer. La empresa queda en tus manos. O en otras. Espero que tu decisión sea mejor que la mía.

Tres fotos muestran portones enrejados con carteles. En uno se lee Treblinka, en otro Sobibor y en el tercero Majdanek, el lugar donde trabajara mi abuelo. Las otras tres muestran filas de hornos construidos bajo la dirección de don Bruno.

Dicen que salí a él en la manera de tomar decisiones rápidas. Decido vender. Ya no nos llamarán Los horneros del Puerto. Y los Seltzer descansarán en paz.

(*) El relato "Mi abuelo alemán", de Jorge Horacio Nieva, recibió el tercer premio en la tercera edición del concurso "Valijas con Historia", organizado por la Direccion Municipal para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos. Podés ver el resto de los relatos premiados acá.