MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

Aquellos Euskos

por Jorge Nieva

—¡Aquellos euskos sí que eran bravos! — contaba mi padre que decía mi bisabuelo—. Nunca nadie pudo llevárselos por delante. ¡Ni Carlomagno! Y no le faltaba razón: le hicieron morder el polvo en los desfiladeros pirenaicos del paso de Orreaga.

El tiempo fue testigo de la lucha de mis ancestros por seguir siendo como aquellos euskos.

Un día, la guerra golpeó fuerte nuestro hogar.

Vivía con mis padres y mi hermano en las afueras de Guernica. Cierta mañana, mi madre, que era costurera, salió a entregar unos trabajos en el centro. Rato después vimos pasar las oleadas de aviones. Era el 25 de abril del 37. Ella fue una de los cientos de víctimas del genocidio.

Mi padre no lo pensó dos veces y al poco tiempo nos embarcamos hacia Buenos Aires. “¡Adiós, Euskal Herría!”, dijo mi padre con enorme tristeza cuando el barco soltó amarras. Ya formábamos parte de la última diáspora vasca.

Nuestro equipaje consistía en una vieja valija y un morral que mi padre llevaba en bandolera y que no se lo descolgaba ni para dormir. En él traía nuestros documentos, algo de dinero, unas pocas fotos familiares y su bota “Pamplona”.

Un paisano, anoticiado de la llegada de compatriotas, esperaba el desembarco para ofrecerles trabajo, tal como lo había hecho don Pedro Luro en el pasado. Encaró a mi padre primero que a nadie, se presentó, le dio un fuerte abrazo como si hubiesen sido parientes y le preguntó:

—¿Qué sabes hacer?

—Lo que haga falta —fue la respuesta necesitada de mi padre—. Conozco las tareas rurales y soy buen herrero.

—¡Fantástico! ¡Hala!, a hacer los trámites y nos vamos a casa enseguida.

El hombre era dueño de un establecimiento rural sobre el camino que va a Chapadmalal. Apenas llegamos, y viendo que mi padre no se alejaba de la valija, don Iñaki, nuestro benefactor, le dijo:

—Olvida lo que traes ahí, mañana temprano nos vamos a Mar del Plata y ya veréis.

Salimos de la vieja tienda “Los Gallegos” cargados de bombachas de campo, alpargatas, camisas, boinas y delantales blancos para mi hermano y para mí.

Así empezó nuestra nueva vida en estas pampas con mar y sierras. Mi padre al trabajo duro y mi hermano y yo a una escuela rural cercana. Fuera del horario escolar, a colaborar en todo lo que hiciese falta. La bondad de la tierra y de su gente nos permitió adaptarnos sin dificultades. Crecimos y progresamos, y encontramos el sitio perfecto para mantener vivas nuestras tradiciones: el Centro Vasco Denak Bat, (Todos uno, en lengua euskera). Reuniones por cuestiones solidarias, peñas con canciones, bailes y comidas típicas nos tuvieron siempre presentes. Y ni que hablar de lo que considero la actividad más representativa del espíritu del pueblo más antiguo de Europa: el rudo juego de pelota vasca.

Yo me convertí en un prestigioso médico y mi hermano en un próspero productor rural y en lo que le daba más satisfacción: un destacado pelotari. Digo daba porque nos dejó hace un par de días. Y entonces, por un repentino impulso, busqué aquella valija, que había quedado en un desván como testimonio de nuestra vida pasada y sus necesidades.  Además de la  ropa gastada, mi padre había puesto su vieja paleta, astillada y remendada. Cosas  que nunca necesitamos usar, porque aquí nos fue dado estrenar todo, incluso las ilusiones.

Hoy, por primera vez, fui solo a la celebración del Aberri Eguna, el Día de la Patria Vasca, y ahora estoy sentado en el Paseo Jesús de Galíndez, bajo el monumento al Inmigrante Vasco, mirando el mar y pensando en cruzarlo para conectarme con mis raíces bajo la sombra del legendario roble de Guernica.

Relato participante del concurso Valijas con Historia, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon. Para acceder al resto de los textos, seguir este enlace.