MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

El mar como testigo

por Patricia Alejandra Coria (*)

El San Giorgio surcaba el Atlántico dejando atrás una Italia devastada. Aquella mañana de 1947, el gris del mar reflejaba las tristezas de familias cuya única esperanza era unir los jirones de sus vidas en una Argentina joven y pujante.

            Tino traía en sus ojitos la ilusión de borrar de su memoria las sirenas, bombardeos y escondites subterráneos con que la guerra había violado con fiereza y espanto sus primeros años. Mafalda, su madre, que había dejado su alma en Génova, rogaba a Dios por su esposo Mario, sumido en un profundo abismo de tristeza y silencio. En la inmensidad del océano iban derramando sus angustias, derrotas y temores.

             Una brisa de esperanza los envolvió al desembarcar, al fin en Buenos Aires. Pocos días después, en una incipiente primavera anunciada por el canto de calandrias y un aroma a sal que prometía tiempos nuevos, pisaron suelo marplatense. Tino se juró no volver jamás a la tierra que vio morir a sus hermanos y las ilusiones de sus padres. Mario poco a poco fue recobrando la sonrisa. Viajaba cada día en su desvencijada bicicleta a la empresa Catuogno, que le abrió sus puertas al trabajo digno y honrado, devolviéndole la seguridad perdida.

            Pocos años más tarde Clara se embarcaba en Cádiz con su madre y tres hermanos, enfundada en unos pantalones con bragueta que, a fuerza de obstinada insistencia y caprichos, logró que su madre le comprara. En aquellas épocas las mujeres vestían polleras y vestidos. Libre de nostalgias y recuerdos, se divertía recorriendo cada recoveco del Cabo Buena Esperanza, escapándose de su camarote de tercera al lujo de los baños reservados para la primera clase. Sus diez abriles daban impunidad a su inocencia. Los esperaba Pedro, su padre, ya afianzado en una dorada Mar del Plata donde se iba forjando un porvenir que su tierra, sufriendo aún los estragos de sus crisis, le había negado. Trabajó duro en su verdulería pudiendo así darles techo y educación a sus cuatro hijos.

 Clara lleva aún la rebeldía y la luz de su feliz infancia instalada en su mirada.

            Muchos años transcurrieron para estas dos familias de inmigrantes, sanando penas, cumpliendo sueños. Los lazos invisibles del destino quisieron que Clara y Tino se cruzaran. El Torreón del Monje los envolvió con sus leyendas y misterios en una tibia tarde de verano. Ella, con sus flamantes pantalones de lino claro y a la moda, encendió con su alegría y desenfado el corazón de Tino, quien había ya borrado sus miedos y curado sus heridas. Otra vez el mar, ahora de un verde parecido a la esperanza, fue escenario del amor de dos almas que habían llegado de muy lejos.

            Hoy en su jardín, colmado de las risas de hijos y nietos, cada mañana cantan las calandrias y vuelve ese olor a mar donde tanto tiempo atrás llovieron penas. Ese mar donde dicen que en las noches de luna llena, el viento trae música de gaitas y viejas canzonettas.

El relato de Coria, "El mar como testigo", recibió una mención en el concurso Valijas con Historia organizado por la Dirección Municpal para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos. Para leer el resto de los relatos participantes, seguir este enlace.

Por qué "El mar como testigo"