MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

Siete mares

Por Temporal (*)

 

   Sólo hay una cosa más triste que vender la casa donde uno creció: vaciarla, arrancarle objetos amados hasta dejar sólo las paredes, donde los ecos de la infancia se vuelven dolorosos. Mientras realizaba esa dura tarea tuve una sorpresa que me hizo evocar otra casa: la de los abuelos.

- ¿Es la radio del abuelo? -  pregunté a mamá desde el altillo.

- ¿Qué pasa con el suelo? -  interrogó ella, que ya escuchaba poco.

   No me molesté en repreguntar. Sabía muy bien lo que contenía esa caja: era la radio Noblex “Siete Mares”, el último capricho de aquel vasco cascarrabias. La saqué y desplegué el mapa-mundi con los husos horarios. Acaricié las perillas que tantas veces tocaron los dedos callosos del querido viejo, me calcé su boina, que encontré allí mismo y dejé que los recuerdos fluyeran.

    Siendo un niño, disfrutaba mucho las visitas a la quinta del abuelo.

    Él me relató su historia, mientras me enseñaba a ordeñar: el viaje en barco, ocultando entre sus cosas los ahorros con los que pensaba adquirir un terreno para iniciar un negocio de lechería.  Grande fue su desilusión cuando supo que, con su magro capital, nada podía comprar cerca de Buenos Aires. Le ofrecieron entonces un lote barato en la zona de Mar del Plata, una pujante villa turística. La abuela se entusiasmó. Había visto fotografías de hombres elegantes y mujeres con sombrillas paseando por la Rambla. Se casaron y vinieron. No podían imaginar que su quintita estaba muy alejada de aquella coqueta costa de las fotos.  En 1920, vivir más allá de lo que hoy es avenida Jara era duro. Un arroyo que se inundaba y mucho barro los separaban del centro. Pero hacía falta gente que produjera los alimentos para toda esa población creciente, así que el vasco y su mujer, que año por medio estaba embarazada, pudieron salir a flote.  El viejo se quejaba porque ninguno de sus hijos quiso aprender a hablar euskera. Tampoco les interesó el trabajo en el tambo: no querían levantarse de madrugada para ordeñar. Los varones se hicieron carpinteros y la hija, mi madre,  aprendió corte y confección para cumplir su sueño de trabajar en la tienda Ciudad de Messina, donde se vestía la gente rica.

    Al quedarse solo, el abuelo fue vendiendo las vacas. Sólo le quedaba Arantxa, llamada así por una novia que dejó en su pueblo, a la que había prometido casamiento. No cumplió su promesa, pues en Argentina se enamoró de mi abuela. Con el tiempo se sacudió los remordimientos y también vendió a Arantxa. Cuando se lo reproché con lágrimas en los ojos, él me explicó que el reuma ya no le permitía ordeñarla. Orgulloso, me mostró algo que había comprado con el dinero de la venta: era la radio. Dijo que cuando aprendiera a manejarla, sintonizaría emisoras de Bilbao. Quería escuchar noticias y canciones en su lengua natal y lo logró, aunque tardó algún tiempo en entender el funcionamiento.

     Odié a ese aparato, pues el abuelo ya no fue el mismo, siempre estaba distraído, atento a aquellas voces,  para mí incomprensibles. ¿Quién sabe qué montañas contemplaban sus ojos acuosos? ¿En qué praderas pastaban sus recuerdos? 

    Ahora sé lo que es la añoranza y creo que la “Siete Mares” le devolvió un pedacito de la tierra a la que no pudo volver. Comprendo también que no fue la radio la que me robó al abuelo. Fue la nostalgia.

 

(*) Relato enviado por Marta Nelly Alvarez que mereció el tercer premio en el concurso Valijas con Historia II, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon.

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