MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

Remembranzas

Por Brisa marina

Esa mañana de viernes, Luis  conducía apurado por las calles de Mar del Plata. La entrada de la Gruta de Lourdes bullía de gente. Como cada año, locales y turistas acudían a dar sus muestras de fe durante la Semana Santa.

  Isabel, su esposa, descendió apurada; la reunión estaba ya por comenzar. Compró una bolsita de pochoclos y corrió hasta el auto, que la aguardaba en doble fila, entregándosela a su nieto con un sonoro beso.

Luis y Mateo siguieron viaje hasta la banquina del puerto, donde el aire cargado de olor a mar llenó sus pulmones. El sol caía de plano sobre las lanchitas amarillas, que se balanceaban al compás del suave viento de abril. Los lobos marinos estiraban su pereza, deleitando al niño que saltaba entusiasmado.

 −Mirá, Mati, mi abuelo tenía un barquito como éstos; se llamaba “San Roque”. Con él cada día salía a pescar, pasando largas horas en el mar.  Amaba ser pescador, un arte que había aprendido de sus padres, en su querida Calabria.

−¿Y eso dónde queda, abu?

−En Italia. Partió del puerto de Génova en el año 1915, cuando la guerra azotaba y el hambre se hacía sentir. Vivió unos meses en un conventillo de La Boca, en Buenos Aires. Con el dinero que había traído y unos ahorros que pudo reunir haciendo changas, logró radicarse en estas costas. En poco tiempo compró la lanchita y, con mucho trabajo y esfuerzo, fue progresando, continuando la tradición familiar que había comenzado en Europa muchos años atrás.

−Y vos, abu, ¿por qué no pescás? −preguntó Mateo que escuchaba atento el relato de Luis.

−Cuando yo era adolescente, un terrible temporal destruyó gran parte de los pequeños barcos del puerto. Vi sufrir tanto a mi  abuelo y a mi papá, que para esa altura habían comprado también al “María Grazia”, que me enojé mucho con el océano. Decidí entonces que estudiaría ingeniería naval, con la ilusión de diseñar buques más grandes y seguros que lograran desafiarlo.

−A mí me encanta el mar, abuelo. Yo quiero ser como vos, aprender a hacer esos dibujos que tenés en tu escritorio y firmarlos con un garabato parecido al tuyo −dijo con la inocencia de sus siete añitos recién cumplidos.

 Los ojos de Luis, azules como el cielo, brillaron de emoción. Amaba compartir sus recuerdos con su único nieto. Acarició su cabecita cubierta de suaves rulos a los que el sol del mediodía le arrancaba reflejos rojizos, acabaron los pochoclos y, apurados como habían llegado, fueron a buscar a la abuela  para el almuerzo.

 La noche había caído sobre la ciudad. Isabel, ataviada con una mantilla de encaje y vestida de estricto luto, avanzaba en procesión detrás de un Cristo sufriente, seguido por la Virgen de la Esperanza Macarena que lloraba por el calvario de su Hijo.  Su mirada, nublada de nostalgias, evocaba a su madre que, en su Andalucía natal, cada Viernes Santo repetía ese antiguo ritual.

Nieto y abuelo aguardaban ansiosos verla llegar a la Catedral, junto a los Penitentes, Costaleros  y las demás Mujeres de Negro. 

La noche siguiente, en el Centro Andaluz, la paella, el coro y el cuerpo de baile ponían color y alegría a la celebración de la  Resurrección. Mateo aplaudía con algarabía,  imitando los pasos que su abuela le iba marcando.

Ya de madrugada, Isabel arropaba al pequeño, que había caído rendido luego de dos días de paseos, relatos, conmemoraciones y festejos. Sin que ella lo supiera, en la riqueza de esa mezcla de culturas y tradiciones, su nieto soñaba  que ella bailaba flamenco en una pequeña barca varada en la playa, mientras su abuelo le enseñaba a dibujar sobre la arena, un invencible barco pesquero.

 

(*) Relato enviado por Patricia Coria para participar del concurso Valijas con Historia II, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon.

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