MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

Ojos de mar

Por Isabel Vilchez

 

            Matilde tenía vagos recuerdos del mar por ser muy pequeña cuando dejaron su Italia natal para radicarse en Mar del Plata. Su padre siempre había sido pescador y enseguida consiguió trabajo en el puerto.

            Ella  acompañaba a su madre todas las mañanas cuando Piero, el papá, partía en la frágil lancha; la mayor sobrecogido el corazón de temor; la niña disfrutaba de la vista maravillosa del mar, con su colorido cambiante, ya fuera gris, verde o profundamente azul.

            Cuando llegó a la adolescencia, Piero le prohibió llegar hasta la banquina, celoso de que los hombres rudos admiraran la presencia de una joven bella:  su hija mayor.

            De todas maneras, fuera del horario de embarque, Matilde recorría el espigón, empapando del aire   húmedo su pelo renegrido y llenando su alma con esa inmensidad líquida, por momentos calma y en otras ocasiones violenta y  temible.

            Una tarde que su madre no pudo ir a recibir a Piero al atracadero, fue ella con su hermanita menor. Al padre le endulzaba la vida ver a su familia allí y su corazón se llenaba de gozo.

            El último en desembarcar fue Piero, que venía rengueando, apoyado en el hombro de un joven fornido, de grandes ojos verdes bordeados de negras pestañas y una sonrisa amplia de dientes perfectos, que la saludó con amabilidad y se presentó como Giovanni.

            Los acompañó hasta la casa, ya que al padre le costaba caminar; había enganchado su pie con una red y tenía torcido el tobillo.

            Pasaron varios días sin poder salir a navegar; Giovanni los visitaba diariamente para hablar de los pormenores del trabajo. Matilde no se apartaba de su lado, extasiada con sus ojos de mar, con su olor salino y el tono dulce de su voz al hablar en el dialecto  que ella conocía.

            En la efervescencia de su juventud imaginaba esos labios carnosos besando todo su  cuerpo, meciéndose entre sus brazos como lo hacen las olas con las barquitas

y hundiéndose en sus ojos.

            Un día Giovanni llegó algo más tarde que de costumbre, acompañado de una muchacha morena y una niña con su misma mirada: su esposa y su hija. Matilde sintió que el piso se movía debajo de sus pies y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar.

            Cuando él se retiró los acompañó hasta la puerta y luego de despedirse corrió calle abajo y trepó al murallón de piedra que contenía los embates del oleaje.

            Sus lágrimas se mezclaron con el agua salada. Hipnotizada por la blanca espuma y el azul grisáceo de las olas, en que vio los ojos de su amado, fue a su encuentro.

                                            

(*) Relato enviado por Cristina Isabel Cámpora para participar del concurso Valijas con Historia II, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon.

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