MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

Lazos

Por Martina Oh

Por las noches, las opciones en casa de la nonna eran jugar a la canasta o escuchar con atención sus historias de la guerra. Entonces, me sentaba en el piso y me dejaba cautivar por sus relatos, breves, condensados pero muy divertidos para mis diez años.

Como la protagonista de una película de acción, mi nonna vivía las aventuras más increíbles: se escapaba del colegio de monjas para visitar a su novio, intercambiaba papas por pan cuando no había más para comer, improvisaba refugios contra los bombardeos aéreos o confeccionaba un vestido a la moda con cortinas agujereadas.

En ocasiones, era alguna foto en blanco y negro la que cobraba vida en ese mundo paralelo donde yo me sumergía con avidez.

Podía ver al nonno soldado, volando en su avión o imaginarlo llevando información secreta escondida en el caño de su veloz bicicleta. Con un tono festivo, la nonna suavizaba terribles sucesos de muertes inesperadas con naturalidad, quizás dejándose para sí misma los recortes más difíciles de su pasado en Italia.

Esa era mi nonna, una joven audaz que siguiendo al amor de su vida, llegaría a los pies de la cordillera argentina, a un pueblo más al sur de lo imaginable.

Allí nacería mi mamá, en pleno invierno y con tanta nieve que impedía abrir la puerta de la casa semicilíndrica de chapa que la empresa carbonífera ofrecía a sus obreros en los años cincuenta.

El nonno aprendería a ser tornero y la nonna se dedicaría al hogar, a la crianza de sus dos hijos y a coser en su moderna máquina Singer con la que yo aprendí a hacer mis minifaldas.

Pude entender el desarraigo que sintió al separarse de su madre y sus hermanos cuando mis padres decidieron que nos mudaríamos a la abrumadora y popular Mar del Plata de fines de los setenta, un mes después de la muerte del nonno.

Fueron cumpleaños sin tíos ni primos, domingos y navidades abúlicas y aburridas. Distancia y alegría inmensa al recibir alguna carta de la nonna.

Cómo había hecho para estar cincuenta años separada de  sus hermanos, me preguntaba. Con algunos había perdido el contacto desde su llegada a Argentina, con otros mantenía una correspondencia a las perdidas. 

¨Me voy a Italia nonna, voy a conocer a tus parientes. ¿Venís?¨

Y la nonna vino. Con un impulso inconsciente dejó su casita del sur y volamos juntas al  reencuentro con sus afectos y su pasado.

Su hermano mayor, junto a sus hijos y nietos, serían los primeros en recibirnos. Abrazos, besos, sorpresa, emoción. No había transcurrido el tiempo, solo existían  miradas que se reconocían y se enlazaban instantáneamente.

La nonna estaba animada, feliz, celebrando sus olores y sabores recuperados, el café intenso ristretto, el panpepatto y deliciosas pastas rellenas. La escuché en sus conversaciones cotidianas, simples, y también fui testigo de otras, charlas profundas y sinceras, necesarias para sanar heridas cerradas a la fuerza, como cuando su hermana menor le confesó que nunca le había escrito porque no le perdonaba haberse ido de Italia.

El retorno a Argentina fue silencioso. Sabíamos que esa había sido la última y única vez que la nonna volvería a su tierra natal. No me animé a preguntarle si se había arrepentido de haber hecho el viaje. No era de contar sus sentimientos, pero yo le agradezco haberme permitido conocerla más.

Sus últimos años los pasó en casa de mamá, en Mar del Plata. Ya no hablaba pero seguía sonriendo…

Cada verano celebro ver a mis hijos con la misma pasión que yo tenía, pidiendo a sus abuelos que les cuenten las aventuras pasadas, mientras caminan  a orillas del mar.

Nonna, nonno, historias de vida, lazos eternos.

 

* Relato enviado por Adriana Martínez Viademonte para participar del concurso Valijas con Historia II, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon.

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