MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

La revolución de la matriarca

Por L.S.L (*)

Italia llegó al mundo un 30 de septiembre de 1929. Tal vez signada por ese crack que sacudió la economía mundial un mes después de que ella viera la luz por primera vez, tenía apenas una media sonrisa en su rostro, nunca completa.

Su nombre no es casual ni una mera referencia geográfica. Su padre pisó tierra argentina en los años en que el fascismo italiano comenzaba a forjar su carácter violento y autoritario, pero no llegó a ver la marcha sobre Roma. Para agosto de 1922, ya estaba arriba de un barco buscando nuevos horizontes.

No casualmente se instaló en Florencia, un pueblo del noreste de Santa Fe donde conoció a la mujer que le daría cinco hijos. No hubo casamiento ni fiesta pomposa de la que presumir. La suegra temía que legalmente unidos, su hija y yerno hicieran las valijas y se fueran del país.

Fue así que en el nombre de la primera hija mujer de aquella unión ilegítima quedó plasmado el amor por la tierra que ella jamás conocería y a la que él no volvería.

Gerónima Italia Lucero no se hacía llamar por su primer nombre, sino por el segundo, el que la unía a su padre y al desarraigo porque tampoco llevaba su apellido, sino el materno: para la ley, era solo una hija ilegítima, concebida fuera del matrimonio.

Casada con un marino, su primer destino fue Ushuaia y para finales del 56, embarazada de 8 meses, partió para ya no volver al frío austral. Se fue a Quilmes a tener a su primogénito Julio Antonio Sánchez.

Apenas dos años antes, la ley había logrado equiparar a todos los “hijos ilegítimos”, sin subdivisiones excluyentes, pero faltarían aun alrededor de dos décadas para diluir definitivamente la diferencia que hacía un papel firmado.

Para cuando llegó el segundo, Roberto César, ya estaba instalada en Mar del Plata en un principio de casa que con los años fue ampliando hasta convertirse en su único hogar, donde primero cuidó a sus hijos y luego a cada uno de sus nietos.

Marcada por su vivencia, por la de su padre y la necesidad de garantizar una descendencia con identidad propia y apuntarse así en la historia familiar compartida, Italia inició una revolución. Insignificante, quizá invisible e indetectable para cualquiera.

Si para Italia portar el apellido materno había sido una forma de exclusión, no lo sería para sus hijos. Al fin y al cabo era la única que cumplía con las responsabilidades de crianza, a partir de un  marido ausente que viajaba por el mundo, volvía a casa apenas unas semanas por año, con algún souvenir bajo el brazo, y en el mientras tanto llenaba el vacío con postales.

El nacimiento de un primo con el mismo nombre y horas de diferencia con su segundo hijo fue la gota que rebalsó el vaso. Entonces Italia empezó un trámite para que sus hijos no sean solo Sánchez. Pero no se conformaba con un doble apellido, sino que lo que quería era que sus hijos llevaran un apellido compuesto. El Lucero ya no sería una opción, sino que pasaría a formar parte indisoluble del Sánchez.

Trámite tras trámite, con infinita paciencia y tres años de espera, los documentos llegaron. Desde aquel momento, sus hijos ya no fueron Sánchez, sino Sánchez Lucero. Y su pequeña revolución no terminó allí, porque bien pensado lo tuvo: todos sus nietos, la descendencia de sus dos hijos varones, la llevan también al final de su nombre y cuando alguien osa llamarlos solo por el Sánchez, la réplica es automática: “Sánchez Lucero”. No vaya a ser cosa, que Italia los escuche y emerja transformada desde el final de aquella escollera de La Perla donde se esparcieron sus cenizas, para bramarle su historia al mundo.

(*) Relato enviado por Lucía Sánchez Lucero para participar del concurso Valijas con Historia II, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon.

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