MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

Juan, hijo del oeste

Por Jaime, sin tierra.

 

Our only goal will be the western shore

R. P. & J. P.

 

Mamá vino a este país arrancada de los brazos de abuelo.

A mis hermanos menores les cortaba el pelo pero les dejaba un jopo. A mí también, pero después. Le decíamos el jopo de la desgracia, pero era el jopo del castigo. De ahí nos agarraba papá y nos daba una ristra de ostias.

Papá nunca dejó de mandar plata al abuelo, a espaldas de mamá. Él prefería sus ataques, la leyenda de que la guita se iba en la timba, que aceptar que se trataba de solidaridad entre hombres tristes, de la culpa por haberse llevado a su hija.

A los quince quise tener un novio. Mamá me decía que no, que tenía que casarme. Mamá era muy cristiana, hija de vascos y españoles. Papá no. Papá nunca habló de los suyos, hay que olvidar para salir adelante, me decía y olvidaba.

Cuando papá se la llevó, yo ya había nacido y no me llevaron. Y entendí lo que significaba morir de tristeza. Tres meses duró la abuela, se hizo flaca y su mirada se perdió en el monte. Por más que le preparáramos la manteca, nunca más la probó.

Por tres años sólo fuimos el abuelo y yo. En mi país, a los que no sirven, los echan, por eso estoy acá. Abuelo, en su pasado, había elegido la paz y venía del continente en el que los hombres eran para la guerra, por eso no servía.

Lo veía al abuelo afeitarse y le preguntaba si algún día me iba a afeitar yo también, pero él me decía: lampiño como hijo de indio. Y era verdad. Y sería la envidia.

Cuando papá avisó, el abuelo dijo: viene a buscarte, ya es tiempo. Ahora que ya era tarde por fin venían.

A los quince años, cuando mamá dijo que me tenía que casar, entendí que era hora de partir. Los jinetes pasaban y los jinetes volvían, yo hacía dedo y los más viejos me decían, niño, buena suerte. Recorrí rutas y la solidaridad de los hombres solitarios me llevó a lugares inesperados y mientras me decían “buena suerte” yo me preguntaba: ¿no habré nacido para desperdiciar la vida al lado del camino?

Un día encontré tierra blanda para echar raíces. Aunque viera poco el mar, según de dónde soplara el viento, podía olerlo. Hubo noches que me llevaron a él y pude ver cómo salía el sol del agua y recordé los atardeceres en aquella otra costa. Y recordé al abuelo, que decía, mientras lo mirábamos caer: Acordate siempre, Juan, él está quieto y nosotros nos movemos.

Vivir en esta ciudad me enseñó que había un lugar para mí, que no todo era vagar. Encontré un cruce de calles, el amor y la compañía iban de la mano, nos hacíamos llamar “las forajidas” pero éramos una familia de hombres tristes. En las noches despejadas, el cielo estrellado todavía me decía: recuerda, niño, haz nacido para llevar tu vida al lado del camino.

La tierra me llamaba, era un llamado profundo, subterráneo: aquí echarás raíces, aquí la tierra es blanda. Y llegó un día en que mi amado ya no quiso recibir mi cuerpo y no quiso recibir mi alma ni el dinero que quedaba. Ese fue el destino, había encontrado mi lugar, ya era hora del reposo.

Murió a los veintisiete, me hubiese gustado un epitafio, aquí descansa, murió anciano de pocos años, recibió todo el amor que pudo, al costado del camino; encontró su tierra, cerca del mar; su corazón no pudo más, frente a los hombres y su solidaridad. Fue la envidia de sus amigos, piel de indio bien lampiño, nunca tuvo que afeitarse; una sola navaja se acercó a su cuello, firme y tensa en la mano que lo amó; se fue la mirada, quedaron los ojos; sólo sueños cortados para siempre en la dirección del poniente y, allá lejos, la tierra lejana de la una vez partió.

* Relato enviado por Esteban Prado para participar del concurso Valijas con Historia II, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon.

Para acceder al resto de los textos, seguir este enlace.