MAR DEL PLATA

150 AÑOS

 

Crónica de un amor sin tiempo

Por Violindesafinado (*)                                                                                                   

 

            Era el año 1933. Dos familias venidas de Castilla la Mancha, España. Se habían conocido en el cumpleaños de quince de Angelita,  que se fue a vivir al bosque Peralta Ramos en Mar del Plata. Él era compañero de colegio de Esteban, hermano de Angelita. Ella, la prima de la quinceañera. Flechazo. Pero en esa época era difícil para dos adolescentes encontrarse a solas. Por eso, la otra hacía de intermediaria para el envío de cartas primero formales, y al cabo de 6 meses, llenas de pasión juvenil. Se vieron de nuevo, al tiempo, en un picnic en Parque Camet, cuando Esteban cumplió los 18. Un beso tras un árbol, y el juramento de que se amarían por siempre. Tenían 17 años.

Cuando la madre de María Rosa se enteró por otros -comedidos- de que su hija había sido tocada por un hombre, le prohibió terminantemente tener contacto con él. Como ella protestó, se lo dijo al padre, quien no sólo confirmó la decisión, sino que castigó a María Rosa prohibiéndole visitar a su prima hasta que se le pasara la idea.

Al enterarse, el corazón de Enrique se quebró. Había estrenado el amor a una mujer, y se lo habían arrebatado. Estaba confundido y lleno de ira. A pesar del rechazo, resolvió ir a la casa de María Rosa y pedir su mano. El padre cortó cualquier esperanza “Mi hija ya está prometida a un hombre de 30 años, con trabajo y futuro”. Después de esa mentira lo echó. Ella ni siquiera se asomó. Enrique se sintió traicionado. Dejó el colegio, armó una valija, fue al puerto y se embarcó como marinero en un carguero ruso que iba al África. Regresó a los dos años y se instaló en Rosario. No la había podido sacar de su mente, y llevaba ese profundo dolor como un inseparable compañero. Seis años más tarde, cansado de estar solo, se casó y tuvo 2 hijos. María Rosa, desencantada del mundo, entró como novicia a un convento. Ahí  pasó algunos años. Salió sin ordenarse, novió, se casó sin amor y tuvo 5 hijos. Siguió viviendo en el barrio Stella Maris, también en en la Ciudad Feliz. Enviudó.

Ambos sentían que todo había quedado atrás.

Pasaron 62 años. En la temporada de 1995, Enrique también viudo,  viajó a Mar del Plata para el casamiento de uno de sus nietos, y por la peatonal San Martín se encontró con Angelita. La reconoció de inmediato y tembloroso, logró preguntarle qué sabía acerca de su prima. Ella hizo un resumen y, por su cuenta, agregó que nunca lo había olvidado. Le dio el número de teléfono de María Rosa y al día siguiente, temiendo perder el valor si dejaba pasar la oportunidad, Enrique llamó. Contestó una nena, y él pidió que le diera con su abuela. Noelia gritó Abuela, te llama un señor Enrique.        

            María Rosa se recogió el pelo, se pintó los labios y, ya junto al teléfono, le pidió a su nieta que le dijera a ese señor que no podía hablar porque su padre se lo había prohibido. Él cortó y volvió a llorar después de más de seis décadas. Pero esta vez no cejó. A diario le enviaba  un ramo de rosas que ella devolvía con cartas sin abrir. María Rosa no perdonaba.        

            Ahora a los 79 años, seguían como dos adolescentes jugando al gato y al ratón. Ella pensaba tengo que hacerlo sufrir un poco, no vaya a creer que me convertí en una mujer liviana. Al fin, a instancias de sus hijas enternecidas por ese amor sobreviviente de malentendidos y maquinaciones ajenas, accedió a verlo el día en que cumplía 80 años, tres meses después de la primera llamada.

         María Rosa y Enrique festejaron ayer su décimo aniversario de casados en una confitería frente al mar, junto a sus cincuenta y cinco familiares directos.

 

 

* Relato enviado por Lidia Blanca Castro Hernando para participar del concurso Valijas con Historia II, organizado por la Dirección General para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos de General Pueryredon.

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